Convencida de que la ley intolerante de la Colonia de Massachusetts, la cual desterró a los cuáqueros, violaba la ley de Dios, Mary Dyer no se quedó callada ni se alejó. Dyer era cuáquera, y los cuáqueros creían que Dios podía comunicarse directamente con nosotros y que se podía tener la seguridad de la salvación. Esto fue considerado herejía por los puritanos de Massachusetts, por lo cual, la desterraron de la colonia.

Dyer desafió esa ley con una persistencia que finalmente llevó a las autoridades a una decisión crítica: estar de acuerdo con Dyer y cambiar la estructura social de la colonia o silenciarla. Mary Dyer murió en la horca el 1 de junio de 1660, por afirmar su posición contra el gobierno que persiguió su fe cuáquera. «No, hombre —dijo al final—, no estoy ahora para arrepentirme». Dyer tenía otras alternativas. Por un lado, estaba casada con un respetado funcionario colonial, William Dyer, quien más de una vez la había rescatado de la cárcel de Massachusetts a través de sus conexiones políticas. Él también era cuáquero, pero menos militante que ella, quien nunca esquivó una lucha por la libertad religiosa, especialmente cuando su «luz interior» —la voz de Dios para el alma— la llevó a enfrentarse a los poderes seculares.

Por otro lado, Dyer tenía la irritable paciencia del gobernador de Massachusetts John Endicott de su lado. Cuando sus compañeros cuáqueros «infractores de la ley», William Robinson y Marmaduke Stephenson, fueron ahorcados en 1658, Dyer estaba justo detrás de ellos, esperando el mismo destino. Para su completa sorpresa, recibió un indulto de última hora y se le ordenó que nunca regresara. Se fue bajo vigilancia, con la promesa de su marido de que cumpliría con el edicto de destierro de Massachusetts.

Finalmente, Dyer tuvo una misión a los nativos americanos en Shelter Island para enseñarlos y convertirlos a la fe cuáquera. Si hubiera estado contenta con su trabajo y hubiera sido obediente a la ley, podría haber visto al último de sus ocho hijos llegar a la edad adulta. Pero ella no estaba contenta ni era sumisa.

En abril de 1660, Dyer regresó a Boston, guiada por su conciencia y plenamente consciente del peligro que enfrentaba. No se lo dijo a su esposo, quien, sin embargo, escribió una conmovedora carta al gobernador Endicott para pedir de nuevo misericordia hacia su insistente esposa. Esta vez, sin embargo, los riesgos eran demasiado altos.

Lo que estaba en juego era algo más que la inconformidad cuáquera. Para sobrevivir en el Nuevo Mundo, los colonos habían aprendido a construir comunidades fuertes. Si la seguridad de la comida, el clima, el bosque, las enfermedades y los indios hostiles no eran suficientes, los hombres de negocios londinenses de alma dura habían renunciado a las colonias, y las habían dejado a su ingenio y recursos. La inconformidad religiosa era una tensión adicional en el sistema social, y el desafío a la ley finalmente era una ofensa capital. ¿Quién podría desperdiciar preciosos recursos para mantener un sistema penitenciario?

Dyer quería libertad religiosa; Massachusetts quería orden y supervivencia. Líderes como Roger Williams en Rhode Island habían encontrado un término medio y otorgaban una libertad de expresión más amplia en y alrededor de la ciudad de Providence. Dyer y su esposo vivieron allí durante un tiempo, pero ella no era una persona que quisiera refugiarse allí.

Así, el 31 de mayo de 1660, el Tribunal General de Massachusetts convocó a Mary Dyer y la condenó por violación deliberada del decreto de destierro. Ella respondió: «Vine en obediencia a la voluntad de Dios, con el deseo de que deroguen sus leyes injustas, y ese es mi trabajo ahora y mi ferviente petición».

A la mañana siguiente fue escoltada a la horca con una tropa de tamborileros delante y detrás para evitar que Dyer le predicara a la multitud. Dejó grabado en la pared de su celda de la cárcel: «Mi vida no me aprovecha/En comparación con la Libertad de la Verdad».

En 1959, en el 300 aniversario de su sentencia de muerte, el Tribunal General de Massachusetts decretó que se erigiera una estatua de bronce de Mary Dyer en su memoria en los terrenos de la Casa del Estado en Boston para reconocer la verdad y el valor social de su «ferviente petición».

Historias de mártires cristianos: Mary Dyer
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