Convencida de que la ley intolerante de la Colonia de Massachusetts, la cual desterró a los cuáqueros, violaba la ley de Dios, Mary Dyer no se quedó callada ni se alejó. Dyer era cuáquera, y los cuáqueros creían que Dios podía comunicarse directamente con nosotros y que se podía tener la seguridad de la salvación. Esto fue considerado herejía por los puritanos de Massachusetts, por lo cual, la desterraron de la colonia. Dyer desafió esa ley con una persistencia que finalmente llevó a las autoridades a una decisión crítica: estar de acuerdo con Dyer y cambiar la estructura social de la colonia o silenciarla. Mary Dyer murió en la horca el 1 de junio de 1660, por afirmar su posición contra el gobierno que persiguió su fe cuáquera. «No, hombre —dijo al final—, no estoy ahora para arrepentirme». Dyer tenía otras alternativas. Por un lado, estaba casada con un respetado funcionario colonial, William Dyer, quien más de una vez la había rescatado de la cárcel de Massachusetts a través de sus conexiones políticas. Él también era cuáquero, pero menos militante que ella, quien nunca esquivó una lucha por la libertad religiosa, especialmente cuando su «luz interior» —la voz de Dios

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Tal vez la mayor vergüenza histórica de la cristiandad, las Cruzadas, en ese momento fueron un brillante movimiento estratégico de los líderes papales para unir a una Europa en guerra contra los enemigos paganos que amenazaban a la iglesia bizantina. No es que el papa Urbano II en Roma se preocupara mucho por Constantinopla o viceversa. Cada parte de la iglesia había excomulgado a la otra en el Gran Cisma de 1054. Pero los enfrentamientos internos necesitaban juegos de guerra alternativos, y el llamado a defender Tierra Santa y la iglesia oriental de los turcos invasores presentaba un objetivo bastante legítimo para los caballeros y señores empeñados en batallar entre sí. La Primera Cruzada, dirigida por Pedro el Ermitaño en 1095, fue un desastre militar. Lo mismo podría decirse de una de las últimas cruzadas, la Cruzada de los Niños en 1212, cuando cientos de jóvenes que navegaron desde Marsella hacia Palestina cayeron en manos de traficantes de esclavos. Entre estas, sin embargo, se forjaron muchas grandes reputaciones medievales. Ricardo Corazón de León de Inglaterra fue uno de los muchos que llevaron a los ejércitos a la victoria; sus soldados portaban el famoso signo de la Cruz Roja. En 1099,

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—¡Entréguenosla! —¡Entréguenla o quemaremos el edificio! —¡Merece morir! Para entonces, la turba había rodeado completamente la estación de policía, y sus demandas para que los oficiales les entregaran a la mujer habían crecido a un nivel ensordecedor. Varios llevaban en sus manos piedras de diferentes tamaños, listos para soltarlas a la primera vista de la mujer —la infiel— mientras que otros sostenían porras y palos. Momentos antes, la policía había encontrado a la mujer herida y ensangrentada y la habían llevado a la estación para protegerla de los extremistas musulmanes que la estaban golpeando con palos y sus puños. Más temprano ese día, esta mujer no identificada había estado evangelizando en las calles de Izom, Nigeria. Había entablado una conversación con algunos jóvenes musulmanes, les compartió el evangelio y les entregó algunos folletos cristianos para que los leyeran. Su encuentro no pasó desapercibido. Los ancianos musulmanes que estaban cerca habían visto el intercambio y se acercaron a los jóvenes para averiguar qué les había dicho. Se enfurecieron al enterarse de que les hubiera compartido el evangelio. Dijeron que había insultado al profeta del islam, Mahoma, e insistieron en que la mujer fuera ejecutada. Su furia y acusaciones incitaron a cientos de

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El pequeño número de niños de la aldea de Santana Ramos en Colombia disfrutaba al ir a la escuela y aprender de su maestra, Dora Lilia Saavedra. Oraba con ellos cada día y les hablaba de Jesús mientras aprendían. A veces también viajaba durante horas a pueblos más lejanos donde no había maestros para ayudar a los niños que vivían allí. Era una profesora bondadosa y cariñosa. Pero un día de noviembre la jornada escolar ordinaria de los niños se vio interrumpida cuando dos mujeres armadas, vestidas con botas y trajes militares, entraron a la escuela de una sola habitación y les dijeron que se fueran. «Hoy no habrá más escuela. Vayan a casa y vuelvan mañana», dijeron bruscamente. Los niños recogieron rápidamente sus pertenencias y salieron de la escuela, preguntándose qué iba a pasar. Dora Lilia y su marido, Ferley Saavedra, quien también daba clases en la escuela, sabían lo que iba a pasar, y estaban preparados. Los hombres que habían venido por ellos eran guerrilleros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), un movimiento marxista caracterizado por la amenaza, la fuerza y la violencia. Durante décadas han aterrorizado a los colombianos, y atacan especialmente a los cristianos.

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Betty Stam sostenía a la bebé en sus brazos mientras le cantaba con suavidad, demasiado consciente de que esta era su última noche juntas. Su marido, John, atado a un poste de la cama, tampoco podía dormir. Hacía solo dos semanas que habían llegado a su puesto de misión con Helen Priscilla de tres meses llenos de esperanza y ansiosos por el ministerio. Pero en esta noche de invierno sus canciones de cuna silenciosas eran lamentos de despedida porque al día siguiente morirían. Betty Scott, hija de misioneros presbiterianos en China, se graduó del Instituto Bíblico Moody en 1931. Ya había aceptado el llamado de Dios al servicio de la Misión al Interior de China. El vínculo que sentía con John Stam, a quien había conocido en una reunión de oración por China, y su decisión mutua de servir a Cristo en medio de una peligrosa guerra civil no podría —no pudo— detenerla. Cuando fue asignada a una estación misionera en el interior, partió para China. Escribió: «Cuando nos consagramos a Dios pensamos que estamos haciendo un gran sacrificio y que estamos haciendo mucho por Él cuando en realidad solo estamos soltando algunas baratijas a las que nos habíamos aferrado;

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