Maurice Tornay era el séptimo de ocho hijos de una familia católica que vivía en lo alto de las montañas suizas, cerca de Valais. La familia estaba unida en el trabajo necesario para vivir y en la fe por la cual vivían. Tornay recordaba a su madre en la chimenea contando la historia de Santa Inés, virgen y mártir. «Ustedes son vírgenes —les dijo a sus hijos—, pero ser mártires, eso es más difícil. Tienen que amar a Dios más que a nada, y estar dispuestos a dar su vida, a derramar la última gota de sangre por Él». El joven Tornay nunca olvidó la lección de su madre.

Después de la escuela secundaria, Tornay se unió a los canónigos regulares de la Congregación Hospitalaria del Gran San Bernardo, más conocidos por su labor de rescate en los Alpes y por los famosos perros San Bernardo que crían y entrenan como «asistentes». Una vez que Tornay había progresado, la iglesia les pidió a los canónigos que enviaran misioneros acostumbrados a vivir en zonas más elevadas para que comenzaran a evangelizar a los habitantes del Himalaya o de «los Alpes asiáticos», como se les llamaba en Europa. Tornay se ofreció como voluntario, pero tuvo que esperar a someterse a una cirugía para tratar una úlcera. En 1936 llegó a la provincia de Weixi, cerca de la frontera tibetana, donde terminó sus estudios de teología, aprendió chino y recibió su ordenación como sacerdote. Tornay escribió: «Y ahora casi he dado una vuelta al mundo. He visto y sentido que la gente es infeliz en todas partes, y que la verdadera felicidad está en servir a Dios. Realmente, nada más importa. Nada, nada».

El trabajo en la frontera entre China y el Tíbet, difícil en cualquier momento, se hizo más peligroso con la invasión de las fuerzas japonesas en 1939. Tornay estaba a cargo de una escuela de niños, y todo lo necesario para vivir (alimentación, ropa, calefacción) escaseaba.

A esto hay que añadir el antagonismo de los lamas budistas locales, especialmente un tal Gun-Akhio, quien intuía que los misioneros minarían su base de poder. Gun-Akhio no era reacio a utilizar las amenazas y la fuerza contra los extranjeros.

En 1946 Tornay fue nombrado sacerdote de la parroquia de Yerkalo en el sureste del Tíbet. Apenas unos días después, cuarenta lamas locales irrumpieron en la residencia del sacerdote, la saquearon y, a punta de fusil, obligaron a Tornay a abandonar la ciudad. Fue a Pame, en la provincia de Yunnan (China), para prestar toda la ayuda posible a su pueblo: oración, correspondencia, consuelo y atención a los enfermos que llegaban hasta él. Al llegar el mes de mayo, estaba seguro de que el riesgo de volver era menor que el de seguir esperando. «Dejen una parroquia sin párroco… y la gente adorará a los animales», dijo.

En el borde de Yerkalo, Gun-Akhio lo esperaba. Una vez más, Tornay se quedó fuera de su parroquia. Sin embargo, tenía un plan: apelaría directamente al Dalai Lama para que le permitiera llevar a cabo su misión, y para que le diera tolerancia religiosa en lugar de beligerancia e intimidación. Tornay comenzó el viaje de dos meses a Lhasa, la capital del Tíbet.

Pero Gun-Akhio tenía sus agentes, y Tornay no podía hacer un movimiento sin que él lo supiera. Los lamas interceptaron la caravana de Tornay y le obligaron a retroceder. El 11 de agosto, en el desfiladero de Choula, cerca de la frontera china, Tornay cayó en una emboscada y fue abatido junto con sus compañeros.

Las autoridades chinas acabaron condenando a los miembros de la lamasería de Karmda por los asesinatos. Maurice Tornay había escrito cuando era adolescente: «La muerte es el día más feliz de nuestras vidas. Debemos alegrarnos en ella más que nada, porque es la llegada a nuestra verdadera patria». Tornay, el sacerdote que rara vez pisó un terreno llano y que nunca sirvió un día con comodidad o facilidad, estaba por fin en casa.

Historias de mártires cristianos: Maurice Tornay
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