Un exmusulmán se convierte en uno de los “100 criminales más buscados” de Uzbekistán a causa de su valiente testimonio para Cristo.

De niño, Max soñaba con seguir la trayectoria profesional de su padre en la KGB (policía secreta) o con unirse al ejército, ambas profesiones relativamente prestigiosas en el Uzbekistán postsoviético. Pero a los 12 años se enteró de algo que cambió la forma en que veía a su familia y a sí mismo.

“Escuché que era adoptado —dijo Max—. Mis padres [biológicos] me habían abandonado cuando nací. En nuestra cultura, eso es una gran vergüenza. Estaba muy triste ese día. Perdí la esperanza en el futuro”. Max juró vengarse de sus padres biológicos, soñando con encontrarlos y castigarlos. También comenzó a orar por una forma de escapar de su vida sin esperanza. “Todas las noches oraba antes de dormir: ‘Por favor, que esta noche sea la última’ — dijo—. ‘Déjame morir esta noche. No quiero ver el mañana, porque cada día para mí es oscuro’”.

Despertando cada mañana con esa oscuridad aún en su corazón, Max se convirtió, como él mismo se describe, en un vándalo; se metía en peleas, causaba problemas y maldecía descaradamente. Pero anhelaba algo diferente. “Buscaba la paz en mi corazón”, dijo.

En su búsqueda de paz, se convirtió en un musulmán devoto, visitando a un imán local tres o cuatro veces por semana para recibir lecciones de oraciones e historia islámicas. Sin embargo, Max tenía preguntas que sus estudios no respondían, y el imán lo reprendió por hacerlas.

Luego supo que dos de sus hermanos habían cumplido condena en la cárcel por delitos menores, lo que destrozó su sueño de unirse a la policía o al ejército. Aunque continuó orando y buscando respuestas, su corazón se amargó para con Alá.

A principios del año 2000, un amigo que Max había conocido en el gimnasio lo animó a cuestionar el islam. Tursyn, que era cristiano, había experimentado las mismas presiones y pobreza que Max, que en ese momento tenía 20 años, pero Max notaba que algo poderoso había cambiado la vida de Tursyn.

Tursyn le contó a Max cómo había llegado a ver a Dios de una manera nueva y le hizo preguntas para reflexionar, aunque inicialmente no mencionó a Jesucristo. Como la familia de Max estaba entre el 80% de los uzbekos musulmanes suníes, las preguntas de su amigo sobre la fe no parecían inusuales. Entonces Tursyn dijo algo que tocó el profundo anhelo en el corazón de Max.

“Max, tú sabes, este mundo tiene un Dios —dijo Tursyn—. Él está vivo, es el único Dios, y te ama”.

“Escuché por primera vez sobre el amor de Dios —recordó Max—. Y por dentro pensé: ‘¿Cómo puede amarme un Dios santo si mis padres biológicos me abandonaron y no me amaron?’. El islam nunca habla del amor de Dios… Eso era completamente nuevo”.

El poderoso mensaje se quedó con Max, y tres meses más tarde él regresó con Tursyn.

“Háblame de Dios”, dijo Max. Tursyn le habló de Jesús y de la salvación ofrecida por medio de la fe en él. Entonces, el 22 de abril —celebrado en Uzbekistán como el cumpleaños de Lenin— Max celebró su propio nuevo nacimiento.

Tursyn oró con Max mientras se arrepentía y ponía su fe en Cristo. “Sentí que algo cambió inmediatamente en mi vida —dijo Max—. No tuve paz desde que supe que fui adoptado… todas las noches le pedía a Alá que me quitara la vida. Pero ese día dormí bien. Ese día fui tan feliz”.

Con el tiempo, un cambio más profundo tuvo lugar en la vida de Max, y comenzó al día siguiente cuando leyó en la Biblia que Jesús enseñó a sus seguidores a amar a sus enemigos. Max aún luchaba con perdonar a sus padres biológicos.

“Le dije: ‘Dios, prometí hace mucho que los castigaría; fuera de eso, obedeceré toda tu Palabra’”, dijo Max. Pero cuando conoció a su madre biológica un mes después, su juramento de venganza hecho en la infancia cedió ante la misma gracia y perdón que Dios le había mostrado. “Cuando me reuní con ella por primera vez, pude ver en sus ojos que no había paz en su corazón —dijo—. La entendí y la perdoné”.

En esa época, el gobierno uzbeko intentaba constantemente infiltrarse en las iglesias bíblicas esperando reunir información que les ayudara a arrestar y encarcelar cristianos. Por ello, antes de poder asistir a una iglesia, a menudo se requería que el nuevo cristiano pasara unos meses siendo discipulado por un miembro de la iglesia para asegurar que no fuera un espía. Pero Max no podía esperar para contarles a otros cómo la gracia de Dios lo había cambiado, así que comenzó a compartir el Evangelio incluso antes de asistir a la única comunidad cristiana en el área.

“Yo solo sabía que era libre —dijo—, que había encontrado al verdadero Dios vivo; y compartía mi testimonio por todas partes”. Pero la audacia de Max pronto comenzó a llamar la atención, y un imán local advirtió a sus padres que serían rechazados por la comunidad si su hijo continuaba yendo “por el camino equivocado”.

Si bien el padre de Max reconoció el cambio positivo en la vida de su hijo, estaba preocupado por la advertencia del imán, una seria amenaza en la cultura basada en clanes de Uzbekistán. Él sugirió a Max que mantuviera el cambio de vida sin seguir a Cristo, pero Max rechazó la idea.

“Si saco a Jesús de mi corazón, seré como antes”, dijo. Max hizo un trato con su padre: su padre leería el Nuevo Testamento, y si encontraba algo malo en él, Max quemaría la Biblia.

Un año después, el padre, la madre, la esposa y los hermanos de Max habían puesto su fe en Cristo.

Pocas iglesias protestantes registradas eran toleradas en Uzbekistán en ese tiempo, y los cristianos bíblicos de iglesias no registradas a menudo eran multados y detenidos por celebrar servicios de adoración. Así que cuando los vecinos escucharon el sonido inconfundible de la adoración proveniente del apartamento de Max durante una reunión de la iglesia en casa, reportaron la reunión a la policía.

Max fue detenido e interrogado durante tres días. Luego, en una audiencia semanas después, las autoridades le impusieron una multa equivalente a 10 meses de salario por su obra evangelística. Por no pagar la multa, fue citado a comparecer ante el tribunal para responder por la deuda.

Max fue enviado a la oficina de un ejecutor de la Corte llamado Miras, quien decidiría si Max iría a prisión o cumpliría sentencia en servicio comunitario. Miras y algunos de sus colegas se turnaron para intimidar a Max y cuestionarlo sobre la fe a la que no renunciaría y la deuda que no podía pagar.

Max recuerda temblar de miedo, pero dijo que también se sentía obligado a predicar a sus interrogadores. Dijo que cuando los hombres vieron su audacia, parecían avergonzados. Algo en las respuestas de Max ablandó el corazón de Miras; se volvió más amable y finalmente dejó ir a Max sin castigo. Tras su liberación, Max le dijo a Miras: “Oraré por ti. Que Dios te bendiga. Jesús te ama”.

Entre 2001 y 2007, la policía, la KGB y los fiscales del gobierno interrogaron a Max en más de cincuenta ocasiones. Fue citado a comparecer ante el tribunal ocho veces por diversos cargos, incluyendo su vinculación con grupos terroristas, a pesar de las claras pruebas de que el antiguo “vándalo” se había transformado en un hombre de paz y gozo.

Durante esos años, los esfuerzos de evangelización de Max y otros cristianos fieles produjeron abundantes frutos. En la república autónoma de Karakalpakistán, en Uzbekistán, donde vivía Max, el número de iglesias en casa clandestinas creció de un grupo en el año 2000 a noventa grupos en 2007. “La persecución nos ayudó a ser fuertes y a compartir el Evangelio”, dijo Max. Pero el explosivo crecimiento avivó la creciente oposición del gobierno.

En agosto de 2007, Max fue arrestado de nuevo, y esta vez los funcionarios confiscaron su pasaporte y otros documentos oficiales. El abogado de Max le dijo que su libertad y su vida estaban en peligro. Su mejor oportunidad era ir a un lugar más seguro y esperar a que el gobierno le concediera la amnistía.

La noticia entristeció a Max. “Amo Karakalpakistán — dijo—. Siempre dije: ‘Nací aquí y moriré aquí’”. Y huyó solo, de improviso, dejando a su esposa embarazada y a sus dos hijos pequeños para que lo siguieran más tarde.

El 9 de agosto de 2007, en medio de la noche, un amigo lo llevó a más de 1 000 km hasta la capital de Uzbekistán, Tashkent. Cuando se detuvieron a orar en las afueras de Nukus, Max se volteó para echar un último vistazo a su amada ciudad natal. Dijo que sentía que Dios le estaba diciendo que no volvería a ver la ciudad durante mucho tiempo. “Lloré todo el camino desde Nukus hasta Tashkent”, dijo.

Max permaneció en Tashkent durante un mes, esperando mejores noticias de su abogado, pero su situación legal se estaba deteriorando. Después de días de ayuno y oración, Max partió a pie para cruzar la frontera con Kazajistán. Evitó ser detectado disfrazándose de granjero, pero tenía un largo camino por recorrer antes de llegar a la relativa seguridad de Almaty, la ciudad más grande de Kazajistán.

Después de cruzar la frontera, una familia cristiana organizó la siguiente etapa del viaje de Max: 120 km hasta Shymkent en un taxi compartido. Para consternación de Max, el otro pasajero era un oficial de policía que se dirigía a ocupar un nuevo puesto. “Fingí estar dormido —dijo Max—, pero en realidad estaba orando”.

A los diez minutos de viaje, el taxi llegó a un control de seguridad, donde Max esperaba ser arrestado si se le pedía su identificación. Pensó en salir corriendo, pero Max sabía que los soldados le dispararían antes de que pudiera cubrirse. “Mi vida ha terminado aquí”, pensó.

Cuando los soldados vieron la insignia policial del otro pasajero que designaba su alto rango, simplemente hicieron señas para que pasara el automóvil. “Quería abrazar a este policía —dijo Max—. Para mí, era un ángel de Dios”.

Aunque ahora era un refugiado indocumentado, Max continuó sus ministerios de evangelismo y de iglesias en casa cuando llegó a Almaty. Pero para su sorpresa y consternación, pronto se encontró con Miras, el ejecutor de la corte de su primer arresto.

Apresurándose a calmar los temores de Max, Miras explicó que se había convertido en pastor cristiano desde su encuentro en Uzbekistán. “Max, compartiste el Evangelio conmigo —dijo—, eso cambió mi corazón”. Esa relación, que había comenzado con persecución, se convirtió en una colaboración en el Evangelio, pues Max se convirtió en mentor de Miras.

Tras su estancia en Almaty por algunos meses, un amigo le aconsejó solicitar el estatus oficial de refugiado, un proceso que dura al menos 10 meses. Sin embargo, las pruebas de persecución hacia Max en Uzbekistán eran tan convincentes que las Naciones Unidas le concedieron a él y a su familia el estatus de refugiados al cabo de solo un mes.

Dado que el estatus de refugiado no garantizaba la seguridad de Max, sus amigos vigilaron cuidadosamente su paradero mientras transportaban a su familia para que se reuniera con él en mayo de 2008. Viajaron al amparo de la noche, cambiando de auto repetidamente y tomando rutas sinuosas. Pero ni siquiera estas precauciones fueron suficientes. Tres días después de la llegada de la familia, agentes uzbekos y policías kazajos irrumpieron en su casa y secuestraron a Max.

“Cuando pregunté por qué me arrestaban, me golpearon como si realmente fuera un terrorista —dijo Max—. Me preguntaron: ‘¿Dónde están tus armas? ¿Cuál es tu objetivo?’”.

Max trató de mostrarles sus documentos de refugiado, pero no les importó; los agentes uzbekos tenían la intención de regresar a Max a Uzbekistán.

La esposa de Max contactó inmediatamente a las organizaciones internacionales de refugiados, las cuales buscaron a Max durante tres días. El gobierno kazajo, presionado por la atención dada por los medios de comunicación decidió liberar a Max de la cárcel secreta donde estuvo detenido.

La noticia de su secuestro impulsó a varios países a ofrecer refugio a Max y a su familia “Mucha gente espera 10 años y no puede mudarse [a estos países] —dijo—. Otros quieren irse, pero yo quería quedarme”. Max ayunó y oró durante 36 días antes de tomar una decisión. “Está bien —le dijo a su familia—, nos quedaremos aquí. Dios estará con nosotros”.

En enero de 2010, el gobierno kazajo anunció que deportaría a todos los refugiados. Quienes tenían pasaporte huyeron a lugares como Turquía, mientras que los que no contaban con pasaporte, como Max, tenían un futuro más incierto.

El 5 de septiembre, Max fue arrestado y notificado que tenía 40 días para apelar su deportación. Mientras no estuvo en Uzbekistán, las autoridades aumentaron sus cargos, alegando que era el cerebro de una célula terrorista. Ahora estaba en la lista de los “100 más buscados” de Uzbekistán.

Max asumió que su deportación y “desaparición” serían inminentes. En la cárcel, esperó y oró, pensando que nunca volvería a ver a su familia. Aunque Max no se enteró del alcance de los esfuerzos hasta más tarde, la presión política de otros países, las protestas públicas, las negociaciones internacionales y un movimiento mundial de oración resultaron a su favor.

Luego, el 4 de diciembre, Max fue liberado de prisión y conducido directamente al aeropuerto, donde su familia lo esperaba, junto con cincuenta amigos cristianos que habían venido a orar por ellos. En menos de 24 horas después de salir de la cárcel, Max entró en un apartamento en Suecia, el cual sería el nuevo hogar de su familia.

Tener que aprender un idioma y adaptarse a una cultura diferente no frenó el fiel trabajo ministerial de Max. En Suecia encontró amistad con creyentes de diferentes países, y él y su esposa continúan evangelizando a la comunidad musulmana multiétnica allí.

Max también se unió a una organización cristiana global para dirigir sus ministerios turco-rusos, que cubren a 230 millones de personas y 37 idiomas, incluidos los idiomas túrquicos karakalpako, kazajo y uzbeko.

Ahora, cuando Max enseña a los cristianos, los prepara para una posible persecución para que puedan enfrentarla con esperanza. “La persecución no es nueva —dijo—, pero nadie [ha podido] destruir a los hijos de Dios”.

De Vándalo a Asechado
Categorías: Historia, Oración