Elmer se sentó en una cueva para escuchar el viento aullador y el granizo que golpeaba la tierra empapada por la lluvia. Rodeado de oscuridad y temiendo por su vida, el comandante guerrillero de las FARC tuvo bastante tiempo para meditar y mucho qué pensar. Estaba siendo perseguido por un comandante de las FARC un rango por debajo de él, así como por soldados del gobierno. El comandante estaba celoso de que Elmer hubiera sido ascendido después de que los soldados del gobierno mataran al comandante superior anterior. Y el gobierno había puesto una recompensa de 200 millones de pesos colombianos (alrededor de 98 000 dólares) por su cabeza, lo cual lo había convertido aún más en un blanco. Elmer solo veía una solución. Era la que le habían enseñado durante más de treinta años de adoctrinamiento con enseñanzas marxistas: «En situaciones como esta, quitarme la vida es mi única salida», pensó. Tomó su arma y se la puso en la cabeza. Pero cuando trató de apretar el gatillo, escuchó una voz que decía: —No lo hagas. Lo intentó dos veces más, pero en cada una escuchó la voz que le impidió apretar el gatillo. La cuarta vez que lo intentó,

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James Pino y su esposa, Rocío, ya se habían acostado cuando escucharon un golpe inesperado en la puerta principal. Cuando Pino abrió la puerta fue recibido por dos hombres que pedían ayuda con su motocicleta. Salió a ayudar mientras uno de los hombres se quedó junto a la puerta, donde Rocío se quedó mirando a su marido. —¿Te llamas María? —le preguntó el hombre. —No, soy Rocío Pino —respondió. De repente, tres disparos rompieron la quietud de la noche, y cuando Pino se volvió, vio a su mujer caer al suelo. A continuación, los agresores se subieron a su motocicleta y huyeron a toda velocidad. Como vivían en una de las «zonas rojas» de Colombia, áreas controladas por las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), ningún servicio de emergencia quiso responder. El camino a su pueblo estaba fuertemente minado y vigilado por guerrilleros armados de las FARC, por lo que Pino y sus hijas tuvieron que ver morir a Rocío en la puerta de su casa. Rocío era conocida por compartir el evangelio con todos los que conocía, especialmente con los guerrilleros. «Todos los que vengan aquí oirán hablar de Cristo», había dicho. Pino se enteró más tarde de que

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Chet Bitterman llegó sabiendo lo que hacía. Sabía que compartir el evangelio podría ser costoso. Podría costarle todo. Pero con toda disposición partió a Colombia para llevar las Buena Nuevas. «… con frecuencia llego a pensar que quizá Dios me llamará a ser martirizado en Su servicio en Colombia. Estoy dispuesto». Bitterman escribió esas palabras en su diario antes de que él y su esposa, Brenda, llegaran a Colombia. La devoción de Bitterman por su Salvador era clara: «Estoy dispuesto». Cuando los pistoleros entraron a la casa de huéspedes de los Traductores de la Biblia Wycliffe en Bogotá, Colombia, a primera hora de la mañana del 19 de enero de 1981, buscaban al líder de la misión, a un rehén de mayor nivel cuyo cautiverio podría ayudar de alguna manera a su causa. En su lugar encontraron a Chester A. Bitterman III, «Chet» para sus amigos. Al día siguiente, el presidente Ronald Reagan tomó posesión de su cargo y los rehenes estadounidenses abandonaron Irán tras 444 días de cautiverio. Su calvario había terminado, pero el de los Bitterman apenas comenzaba. No llevaban mucho tiempo en Colombia. Tenían todavía por delante su carrera misionera y su trabajo como traductores. Habían asistido

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El pequeño número de niños de la aldea de Santana Ramos en Colombia disfrutaba al ir a la escuela y aprender de su maestra, Dora Lilia Saavedra. Oraba con ellos cada día y les hablaba de Jesús mientras aprendían. A veces también viajaba durante horas a pueblos más lejanos donde no había maestros para ayudar a los niños que vivían allí. Era una profesora bondadosa y cariñosa. Pero un día de noviembre la jornada escolar ordinaria de los niños se vio interrumpida cuando dos mujeres armadas, vestidas con botas y trajes militares, entraron a la escuela de una sola habitación y les dijeron que se fueran. «Hoy no habrá más escuela. Vayan a casa y vuelvan mañana», dijeron bruscamente. Los niños recogieron rápidamente sus pertenencias y salieron de la escuela, preguntándose qué iba a pasar. Dora Lilia y su marido, Ferley Saavedra, quien también daba clases en la escuela, sabían lo que iba a pasar, y estaban preparados. Los hombres que habían venido por ellos eran guerrilleros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), un movimiento marxista caracterizado por la amenaza, la fuerza y la violencia. Durante décadas han aterrorizado a los colombianos, y atacan especialmente a los cristianos.

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Los gritos de alegría de los niños se escuchaban desde la calle. El padre Francisco Montoya se reía con ellos con una sonrisa de oreja a oreja. El sacerdote local estaba haciendo trucos de ilusionismo para los niños, deleitándose con las sonrisas que irradiaban de sus rostros. Este era el momento favorito de Montoya. Montoya llamó a los niños y les hizo sentarse mientras sacaba su clarinete. Los niños se sentaron hipnotizados mientras la hermosa música penetraba el aire y les llegaba al alma. Los adultos también se reunieron alrededor y dejaron que los sonidos los envolvieran. Montoya dejó de tocar el clarinete y comenzó a contar la historia de Jesucristo. La gente de Quibdó, Colombia, necesitaba escuchar el mensaje del evangelio más que la música. Dios utilizó la música para atraer a la gente y abrir sus corazones, y Montoya estaba ahora preparado para compartir las Buenas Nuevas con ellos. Al día siguiente, Montoya se levantó temprano para asistir a los servicios y comenzó a caminar desde Quibdó (capital del departamento del Chocó) hasta el pueblo de Nóvita. Viajaba a pie por toda la región, llevando las pertenencias necesarias en una cesta típica indígena. El tiempo pasó rápidamente mientras

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